SUCEDIDOS

DEL  PAGO

 1992
Rodolfo Daluisio




1
- LA DESPEDIDA DE TORO
2
- EL VIEJO GUALTIERI
3
- NO HAY NADA SECRETO QUE NO DEBA SER REVELADO
4
- LA URGENCIA DE LA OPORTUNIDAD
5
- UN "SI", UN "NO"
6
- LOS "DI GIORGIO"
7
- FUE EN CARNAVALES
8
- CRUZ TAMBURINI
9
- MAGDALENA, LA FIEL SEGUIDORA
10
- "A LO QUE DIOS QUIERA"
11
- RAMIRA, LA MIEDOSA
12
- GUIYOTI
13
- LA REALIDAD PALPABLE
14
- EL BORRACHO IDEALISTA
15
- EL FINAL DE DOÑA ROSA
16
- LA DESESPERANZA DE INÉS
17
- LA INSPIRACIÓN DE DON ANTONIO
   (La fe inquebrantable)

Motivo y aspiración
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Estos son sucedidos del barrio en el pueblo natal.
Recuerdos de la niñez que fueron vividos y revividos en el relato, con ese afecto de la memoria de los mayores, a través de varios años y por diferentes personajes.


Pasado de aconteceres notables, que nuestra imaginación las busca, tal vez porque necesite identificarse con ellas, tal vez para asegurarse de que se las vivió, o cómo habían quedado grabadas en el alma de aquel niño que fui yo.


Aquella presencia que se sentía en el alma ("præsentiæ animi") presignó con su fervor un sentimiento imponderable, y aquellos hechos se vuelven a concordar con las horas, los días, los años, y cuanto más se alejan van tomando un lugar más alto en el universo vital.

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I



LA DESPEDIDA DE TORO



Fue en el almacén de Fabrizio, en pleno campo, a finales de aquella vívida década del '50.

La reunión de esa noche había sido promovida para la despedida de la familia Toro : el padre, la señora, el hijo.

Su caballo descansaba, pastando. El carro, cubierto con una coraza de chapa por ambos lados y techado, estaba listo para que, atado el animal, partiesen al despuntar la madrugada.

Salames, quesos, pastas, pan amasado en casa, asado y vino a discreción surtían la rueda de los invitados.

Se oía con atención y se celebraba cada intervención de los cantores y músicos que amenizaban, en perfecta unidad amistosa. Se escuchaban series de tangos, valses, milongas porteñas o milongas camperas, tocados bien "a la criolla", y con una íntima sencillez.

Toro, de tanto en tanto, hacía oír una sentida zamba, o una profunda baguala, con voz entonada de caminos sufridos, y guitarra de ajustados rasguidos, que denunciaban sentires de otros pagos, aires montañeses y quebradeños del noroeste.

Después de cantar y tomando la palabra, Toro hacía referencia de su vida andariega y trashumante junto a su familia.

La nutrida reunión de chicos, señoras de hogar, padres de familia y algunos seres vagabundos de "por esos campos", tomadores de vino respetuosos y corteses, familias de campo silenciosas y unidas formando un grupo indisoluble de hijos "pegados" a la madre y esposo autónomo, y algunas madres ocupadas en atender a sus "críos". Todos prestaban una atención ingenua y admirada.

  .-  En este viaje  -decía Toro-  venimos de los campos de Pergamino, recolectando amistad y ayuda de esos buenos amigos que hemos encontrado por aquellos pagos .....  Siempre partimos con intención de volver a nuestra tierra, y rumbeamos para el norte...   Pero en el camino volvemos a encontrar otros cantores y amigos, que nos van reteniendo la vuelta...   Como en este caso..  Por gentileza del amigo Fabrizio y su familia, el amigo Miguel, su hijo y su señora, y todos los que han venido a dar su

apoyo... un "¡gracias!" del alma.....  Venimos... rumbeando caminos y cosechando favores hasta poder llegar a nuestro pago, Salta, y allá, hacernos el rancho para criar el hijo...
Mientras él va aprendiendo la vida por estas huellas "de Dios"...
Y ya les brindamos nuestra primera interpretación.....
No acababa de decir este anuncio, cuando hacía una rápida señal al chico, quien había estado inmóvil al lado de su padre, y con la guitarra pronta, entonces empezaba con un nervioso rasguido sobre su encordado.

La mano ya preparada para el arranque. Como sorprendiendo, el chico irrumpía con ese ataque veloz y resuelto de un bailecito.

Este muchachito era el número central de atracción de la familia Toro. El padre, segunda guitarra, acompañaba a esa voz de niño atiplada, vigorosa y vibrante.

Un murmullo de asombro corría entre los presentes admirando la habilidad de aquel chico. Era el mismo que momentos antes había estado en silencio profundo y en una quietud extrañamente sumisa. Al terminar irrumpían ... aplausos... y vítores.

Mientras los "guitarreros" acomodaban sus encordados para otra pieza, la madre, daba un salto desde la silla para provocar el estruendo del final y de algún modo, dirigir el aplauso. Era su turno.

Trataba de prolongar el entusiasmo con muchos :
.-  "¡Bravo... bravo!... ¡ Muy bueno!... ¡Bravo...!"...

Mientras tanto pasaba un sombrero de boca grande por delante de los invitados.

Muchas manos se aunaban en el sombrero dejando en él rollos de dinero, o monedas que quedaban bien aseguradas en el fondo.

Seguía la voz fuerte y sugerente de la señora, quien, como culminando el júbilo mostraba a la concurrencia cada billete atesorado en el sombrero.

Y decía con entonación celebratoria :

  .- " ¡ Ciiinco ladrillos pa'l rancho !!!..... ¡Dieeez ladrillos pa'l rancho...!!!...
       ¡ ...Y siga la rueda...!!! "

Las guitarras, nuevamente prontas para el ataque, sofocaban los últimos murmullos, con unos rasguidos febriles, festejando el triunfo de la recolección, y premiando a la concurrencia con otra interpretación.

Entre los músicos había otro chico, de ese mismo pago. Menor aún que el hijo de Toro, y sin embargo bastante experimentado en destrezas musicales.
Este era el hijo de Miguel que alternaba tocando con su bandoneón algunos valses y tangos. Unos los tocaba solo en su bandoneón, otros junto al bandoneón de su padre, haciendo dúo.

El hijo de Toro observaba con cierta timidez a este otro, su inesperado competidor.
Toro, en cambio, entendía que aquella intervención del chico de ese pago, era una valiosa contribución a sus fines de entusiasmar a la concurrencia.

La admiración de Toro crecía en cada interpretación de los bandoneones, no solo valorando a aquel chico, a su familia, y en fin a los asistentes, sino también porque quería expresar un agradecimiento a aquella sincera hospitalidad.

Nuevamente intercalaba Toro sus historias de vagabundeos, añoranzas y andanzas de peregrinos, preparando el número de atracción de su hijo, y motivando a los presentes, quienes ya habían comprendido la mecánica de depositar su "óbolo" generoso en el oportuno y sugerente sombrero colector.

Así, después de la música, entre risas, festejo y júbilo, surgía la voz altisonante de la señora Toro, que aludía al billete flameando en su mano :
  .-  " ¡...Ciiinco ladrillos pa'l rancho...!  ¡Gracias a los presentes...!!!...
     ¡ Y se va la otra nomás ...!!! "
-  -  -  -  -  -  -  -  -  -
A la mañana siguiente Toro y su familia preparaban la partida.
Pero antes de irse proceden a una despedida obligada.

Se llegan al pueblo, hasta una casa. La casa de Miguel. Se aproxima Toro, y después de un escueto saludo, exacto de gratitud, entrega un paquete de galletitas dulces, diciendo:   .- "...Son para el chico del bandoneón...!"

Se sobreentendía su hondo significado de admiración sincera y de agradecimiento en ese extender la mano, que en aquel ser lleno de silencios rústicos y timidez primitiva, quería decir : "darse de corazón".

Por muchísimo tiempo quedó la emoción palpitando, y el recuerdo siempre celebrado
  .- " ¡ ...Ciiinco ladrillos pa'l rancho...!!!... ¡ Y siga la rueda ...!!! "







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II



EL VIEJO GUALTIERI


(  El  hambre  desigual )


Sobre aquella ancha avenida polvorienta, con árboles y pastizales de ambos lados, con cunetas y altas veredas de tierra, pasaban seres por sus idas y venidas hacia y desde el centro del pueblo, amoldándose resignadamente a los caprichos del viento inquieto y pertinaz de la llanura.

Aquel boliche (almacén con despacho de bebidas), era concurrido por muchos paisanos, que hacían una "paradita" antes de llegar a su casa.

El viejo Gualtieri (el "petiso") dejaba su esquelética bicicleta junto a un árbol. Entraba, y sentándose en alguna de las sillas de madera con asiento de totora ya disponibles, quedaba siempre en posición de alerta.

Erguido, como sostenido por una energía especial, pocas veces se lo veía declinar.
Nada lo apuraba; y él no se dejaba apurar por nada.

Pedía una consabida "picadita" con salame, queso y repetía un vaso de vino servido hasta el borde, de tal modo que una gota más rebasaría.

Siempre contaba sucedidos como si cada relato fuese una gran hazaña ocurrida en el día, que no pasaba de ser : "le dije", "me dijo", "aquel, trajo o llevó tal cosa".

Sobre el mostrador no quedaban sino migajas, como rastro y señal de la comilona.

Considerándose propietario hasta de las miguitas sobrantes de cuanto él debía pagar, con su mano recolectaba las dichas miguitas y las introducía en su bolsa de arpillera blanca, casi siempre enrollada y vacía, la que traía bajo su brazo al llegar.

Entretenido en este menester solía exclamar :

  .- " ¡Uhh!... ahora cuando yeggue a la casa, sacudo la bolsa, y lo' chico' se matan por la' miguita' que se caen ...!!!"

Mientras desdentaba una risa de rápidos chasquidos de gola.
Luego, con apuro artificioso, volvía a acomodar su bolsa arrollada debajo del brazo. Se despedía con una fingida seriedad, la que tal vez podía presuponer una íntima preocupación; cosa nunca comprobable.

-   -   -   -   -

Pasaron unos años.
Cierto día se supo que la asistencia Municipal había sacado de la casa del viejo Gualtieri, a once chicos que dormían en un solo cuartito.  Siendo esa pieza todo su rancho, ubicado en una quinta al borde de las primeras chacras.

Para protegerse del frío, los chicos se aunaban entre sí, y a un costado del piso de tierra habían hecho un hoyo donde se acomodaban.

La madre era una criollita joven y apocada, que pasaba las tardes mateando en el patio, esperando, a la nochecita, la llegada del viejo con algún pan en la bolsa, o las más frecuentes "miguitas" codiciadas.







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III



NO HAY NADA SECRETO

QUE NO DEBA SER REVELADO

   .-  " Quedate tranguil-lo Miguell, yo te traigo lo' cinco poyo' del campo de Barrientos para la comida de'sta noche ".

 

Con aquellos pollos bien alimentados en el campo y de aspecto saludable, maniatados y en un rincón de la jardinera, Gualtieri, el comedido que se había ofrecido (el cual era hermano y menos petiso que el otro Gualtieri), ya estaba en camino de vuelta, cuando una situación casual le iluminó su imaginación alerta y oportuna, viendo una ocasión ideal de su aprovechamiento.

 

Por esas afortunadas circunstancias, en ese camino de vuelta y al cruzar el puente de la cañada "de los peludos" (así llamada), y apenas bajando por un camino lateral, vio, picoteando aquí y allá, otros cinco pollos, que se regodeaban con el fresco alimento del suelo húmedo próximo al arroyo, que se les ofrecía abundante en gusanitos e insectos de todo tipo.

 

Pero estos pollos resultaban ser unos raquíticos y enflaquecidos que Daglio  (conocido de por ahí cerca), había tirado al borde del camino por inservibles y apestados.

 

La poderosa imaginación del inmediato provecho tuvo su impulso realizador.

 

En un " santiamén" los enjutos picudos estuvieron arriba de la jardinera de Gualtieri.

Ya por la noche, con la cena lista, el menú se presenta con "pollos".

Tanto Barrientos (dueño de los pollos regalados y gordos) como Daglio (quien había desechado los pollos raquíticos) estaban a la mesa entre los invitados.

Gualtieri "casualmente"  (en esa "casualidad" que tal vez por ser inventada no se la desconfía), avisó que por urgencias de último momento estaba impedido, "lamentablemente", de asistir a la cena.

Y así lo hizo saber.

La mesa recién servida.

Barrientos puso la voz de alarma.

   .-  ¡Pero Miguelito ... así no eran los pollos que yo te mandé del campo.  Eran gordos y bien criados... estos... en cambio... les queda solo piel y huesos...!

   .- ¿ Cómo puede ser...  -contesta Miguel-  si Gualtieri los trajo a primera hora de la tarde ... ?

 

De pronto, e impulsado por la acotación, reaccionaba la voz exasperada de Daglio, que a modo de clarín resonante despejaba toda duda :

   .-  ¡¡¡ Son éstos !!! ... ¡¡¡ Son éstos !!! ... los pollos que yo tiré al camino por flacos y enfermizos... Como no quise matarlos los largué a picotear ...¿ Quién hizo el cambio... ???

 

Los presentes se miraron fijamente.

En el pasmo de un instante se cruzó en sus imaginaciones un sabroso y gordo puchero de pollos degustado en el casa del "ausente".





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IV



LA URGENCIA DE LA OPORTUNIDAD


Ese día unos amigos cenaban en casa de Miguel.

Gualtieri (el menos petiso de los hermanos), se había ofrecido con toda "gentileza" para hacer el asado a las brasas.

La parrilla se había instalado en un rincón retirado del amplio patio de la casa, que daba hacia los fondos y donde había mejor tierra para los rescoldos.

 

La noche se hundía por entre los matorrales y las oscuridad había desdibujado como en un negro abismo, la silueta familiar de los arbustos y los árboles, que aún en la noche daban su sesgo sonoro al roce del viento casero.

 

Adentradas en esa oscuridad, por sobre el límite posterior del solar, había bastante ropa seca tendida en los alambres, que la señora de la casa se había olvidado de recoger más temprano.
El blanco de las sábanas daba un tinte de palidez al plano renegrido de la oscuridad.

El viento hacía flamear la ropa atada a los alambres produciendo en sus sacudones esa percusión tan característica, que insistente llamaba la atención.

 

En tanto hacia el frente y ya dentro de la casa, todo transcurría según la expectativa de los concurrentes.
Se daban a sí mismos el homenaje de un buen asado criollo.

 

El compartir un momento ya habitual se enriquecía con la novedad jubilosa de ese simple afecto de reconocerse en la pertenencia lugareña.  Pasar juntos un buen momento.

 

Ya era entrada la noche, y reunidos en una amplia sala se recibe con algarabía al asador, al artífice de esa maravilla de carne cocida a punto y aromada con un perfume subyugante y arrebatador.

Al punto de estar ya la mesa servida, Gualtieri, el magistral asador, le habla muy
reservadamente a Miguel (el dueño de casa), de tal modo que nadie oyese, ni notase el surgir de ningún inconveniente, que en verdad no lo había.
Y le dice :

 

  .-  " ... Miguelito... tengo que ir urgentemente, un momentito... nada más que un momentito, a mi casa... ¡ enseguida estoy de vuelta...! ... Ustedes empiecen nomás, sin mí... ¡ya vuelvo!... ¡Ya vuelvo...!"

 

Gualtieri desaparece.

Pasadas una horas concluye la cena.
Por la maravilla de la circunstancia y lo entretenido de la reunión, nadie pudo notar la ausencia del asador, quien extrañamente no había regresado.

Todo pasó.
Antes de acostarse y ya a altas horas, la señora de la casa recuerda haber dejado su ropa tendida en los alambres y se dirige a retirarlas.

De inmediato regresa perpleja de asombro, y con cierta indignación llena de desconfianza exclama :

   .-  " ¡ La ropa ! ... ¡ La ropa!... ¡ la ropa tendida y limpia ... Sábanas!... Pantalones!... Toallas y demás...!... ¡ Alguien se las ha llevado !!!..."

 

La ausencia sugestiva del desaparecido hizo sospechar aquello que nunca llegó a corroborarse ni a saberse.

Pero los seres, aun en las convincentes certezas, seguían conviviendo en la consideración respetuosa de una dignidad nunca abandonada : pertenecer al propio lugar, lo que era más fuerte que todas las desconfianzas.

Y en la constancia de la pertenencia, una disculpa sobreentendida.





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V



UN "SI", UN "NO"


(Percepciones de un niño
ante la magnificencia
del misterio de una personalidad)
     

Domingo Sosa (Mingo) era resero criollo.
Hombre de a caballo.
De joven supo trashumar por grandes arreos, recorriendo distancias durante varios días llevando hacienda.

Solía trabajar de peón de campo estable. Era buen pialador. Hombre de fuerza para atar los animales a los carruajes y de monta muy habilidosa para pechar la animalada corralera.

Fuera de su trabajo Mingo era de una profunda discreción.
Tenía momentos de un silencio abismado de interioridad, que otorgaba a su actitud y a sus movimientos el sentido de un hondo misterio.

Su presencia infundía un tácito respeto.
Su manera en el trato interponía una distancia algo solemne, que lejos de rechazar, ejercía, al contrario, un atractivo de dignidad.
Estar a su lado era como estar en un espacioso campo de bondad y de temor al mismo tiempo.

De tez morena y corpulento, con brazos y manos de un vigor y una robustez que parecía haber regresado de edades homéricas.

Bajo un aspecto de severidad  áspera e inflexible, se descubría, al hablar, un carácter sereno y de una ternura "rústica" que solía sorprender.

Sobre su caballo, Mingo Sosa era una cúspide en la altura erguida de prestancia, sin alarde artificioso.

Una tarde, frente a aquel mostrador del boliche estaba Mingo Sosa.

Se diría más bien, que Mingo se encontraba de frente al vaso de vino tinto, servido hasta el borde y a punto de rebasar, puesto sobre el mostrador.

El primer vaso iba seguro (sujetado por la mano) en su viaje circular al doblar del codo, desde el mostrador hacia los labios, llegando hasta la quietud que antecede al primer sorbo.

Transcurridos varios vasos más, la cabeza necesitaba acercarse un poco hacia el mostrador, y ahora los labios debían inclinarse a capturar pronto el borde del vaso para no derramar. Primero el hombre atraía hacia sí al vino. Pero ya ganando terreno, el vino atraía hacia sí al hombre.

Pasaban las horas.
Contemplando el vaso de vino, Mingo Sosa no decía ni un "si", ni un "no".

Por acaso o debido a algún comentario de interés primordial del bueno del bolichero, o alguien que de paso por una provisión infería una alusión expresa a él, Mingo podía decir tal vez un "si", tal vez un "no".

Cada instante se reflejaba sobre Mingo Sosa como la reflexión de una vida entera.

Era de estos seres cuya naturaleza no admitía ningún tipo de ficción.
Su realidad viviente reflejaba un aspecto de crudeza, y se podía percibir de él un estado de misterio en presencia.

Verlo, era ver la imagen de una vida, que irradiaba fuerza, temple, impavidez y tenacidad.

Tenía en su haber una muerte a cuchillo, forzada, por defender el pellejo...  20 años de rejas... Soledad... Un ayer incomprendido... La amistad, una sublime demostración de la lealtad como norma absoluta... Dar la vida por un amigo podía ser el precio de la vida.

Ese mismo día ya anocheciendo, de frente y sentado del lado opuesto a Mingo (ambos junto al mostrador) estaba el "Loco", así apodado en parte por afecto amistoso, y en parte por justificar tal apelativo una conducta a veces caprichosa.

En cierto sentido la vida del "Loco" también era opuesta a la de Mingo.
Aunque era leal, el "Loco" sobrepasaba muchas veces la cordura en los actos de la vida común.
Su sentido impulsivo y encarador por ímpetu incontenido le había acarreado más de un inconveniente.

El vino había trenzado entre los dos un inexplicable sentimiento de desconfianza, que impulsaba al "Loco" a una flojera de lengua, enredada cada vez con más abundancia en dichos y alusiones a una supuesta blandura de conducta de Mingo, endilgándole un apocamiento (dicho con el doble sentido de sugerir cobardía).

Resultaba incomprensible la necesidad del "Loco" de querer hacer reaccionar a Mingo (sumido en su silencio), con un falso tono chistoso que cada vez se cargaba más de sarcasmo y cáustica mordacidad.

Mingo permanecía inmóvil y con los ojos fijos perforando en profundidad a la naturaleza voluble del "Loco".

En tanto Mingo cumplía con los ritmos precisos del intervalo de tiempo, que exigía : estirar el brazo y repetir el rito del sorbo de vino, el cual debía fluir entre sus labios, como cumpliendo un mandato inexorable.

 

Demostraba la resistencia perseverante de su paciencia al ser azuzado con tanta insistencia y no contestar.

Seguía sin embargo la lengua suelta del "Loco", que no conocía límites en su verba incontenida, tal vez creyendo avanzar a campo abierto ante el quieto mutismo de Mingo Sosa.

Llegado el extremo de lo irritable, un movimiento de cuerpo, exacto en su brío encarnizado, dio a conocer la sujeta calentura que fermentaba en el interior furibundo de Mingo Sosa.

Como un exabrupto poderoso y en extremo temible, sale de la boca de labios carnosos y planos de Mingo Sosa, el estruendo grave de una voz de resonancia trágica y de fatalidad agónica que agrietó el aire, ya enmadejado de improperios, y dijo :

 

  .-  "¡ A mi no me jodés más... ¡vos!...hij'una gran puta...!!!"

 

Rápidamente Mingo tienta la mano atrás, en la cintura, donde esperaba el facón.

El "Loco", que era hábil y ligero, no dejó que lo madrugara y de un golpe certero con el mango del rebenque, descarga un talerazo sobre la cabeza de Mingo Sosa y le abre un tajo sangrante.

 

Mingo Sosa, como petrificado, fijó sus ojos hendiendo las pupilas del "Loco".

Los demás que presenciaban estaban sorprendidos por la inesperada inacción de Mingo, quien había quedado inmóvil. Nadie se atrevió a hacer un solo ademán.

 

Cuando ya un hilo de sangre corría por las mejillas de Mingo, y mientras alguien contenía al "Loco" exacerbado en su desatino, Miguel, el bolichero, tomó de un brazo a Mingo Sosa, después de haberlo convencido de que se moviese de su lugar, y lo llevó hasta la bomba de agua, en el patio contiguo, para remojarse la cabeza.

Mingo asintió en ser atendido dando a entender una actitud de serenidad voluntaria.

Al salir afuera, la luz de la puerta que daba al patio tendía una superficie amarillenta sobre la negra oscuridad, como un sutil cortinado fácil de traspasar.

El aire de la noche traía una paz tan fuerte y rústica como la realidad natural de las presencias vivientes.

Después de lavarse, y preludiando un silencio de profunda modestia, Mingo Sosa, con una voz plena de veracidad y sentenciosa rectitud, dijo :

 

  .- "...Miguel... por respeto a vos... y a tu casa...,

        ...¡ no lo maté ...!!..."





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VI



LOS "DI GIORGIO"



Era la época de los bailes populares que alegraban algunas tardes de aquel caserío, en las afueras del pueblo. (Chacabuco hacia finales de la década del '50).

En el barrio vivía alguien que solía tener iniciativas diversas de realización.

Por entonces le habían aflorado condiciones organizativas para promover aquellos "danzantes", como se sabían hacer también en otros barrios, para el solaz de la vida lugareña.

Allí la variedad de los "especímenes" del barrio, como personajes habituales de esa vida comunitaria, conocidos y reconocidos desde siempre, cuyos caracteres, por propios y convividos, se hacían naturales, pero constituían más una caricatura con imagen singular.

El fin de estas reuniones danzantes era de todos modos, distraerse, para también entablar aquellas tan mentadas relaciones humanas, esos lazos de pasión viviente tan importantes en la historia de los pueblos, que aquí, tal vez podían terminar en algún amorío escandaloso.

Los Di Giorgio  eran los que vivían más pobremente en el barrio.
Tal vez por esa situación se veía a esta familia con numerosos hijos, con cierta piedad, y por otro lado, con un poco de recelo; porque a veces, la pobreza da mucho miedo y provoca cierta repulsa, aun conviviéndola.

La ocasión era de inmejorable oportunidad. La casa de los Di Giorgio daba a un enorme patio, y Miguel, aquel "hábil organizador" había confiado en la bondad del padre Di Giorgio.

Ambos se ponen de acuerdo, y el "organizador", antiguo vecino, músico y de un apellido de los más renombrados del pueblo, asociando su nombradía a la atracción que podía ejercer, cada vez se afirmaba más en su decisión, e invierte su único capital (consistente en unos pocos ahorros) para cerrar el patio con un tapial de ladrillos, comprar mesas, sillas y los enseres necesarios para tan ocurrente empresa.

La sociedad con el padre Di Giorgio era un prodigio de promesas, proyectos y entusiasmos. La casa y el gran patio de los Di Giorgio ya se empezaban a engalanar sometidos a una total limpieza, blanqueo de paredes y renovación a tal punto que verdaderamente habían "cambiado de cara".

Todo se iba acomodando estupendamente como para encender el fervor de la familia.

La señora Di Giorgio y los hijos Di Giorgio recibían directivas del padre, a quien, ahora se le conocía una nueva aptitud de conductor y de co-empresario, que la familia entera se extrañaba de habérselo descubierto.

El padre daba las indicaciones a los suyos llevando adelante esta magnífica empresa, siguiendo las ideas del "organizador" ya que aquello no solo les daría dinero, sino y sobre todo, bastante fama, porque ya se había lanzado una campaña de propaganda tendida por cuadras y cuadras, para así atraer a la concurrencia hasta aquel "gran danzante" de los jueves, los viernes, especiales sábados y magníficos domingos por la tarde.

La primera noche de baile tiene tantos preparativos que todos están ocupados en muchísimos detalles.

La pista de baile y el piso del lugar se habían nivelado quedando la tierra bien pareja y preciosamente apisonada.

Todo relucía.
Hasta el aire sereno y amable de esa noche de verano estaba engalanado, cruzado por lo alto con hilos de colores, adornos de figuras con colores atractivos, enmarcando a ese cielo admirable del atardecer, y poniendo límites con líneas de altura a aquel prodigioso "estar' al aire libre, con focos de luces de la reciente línea de electricidad, que daba la sensación de un lugar espacioso sobre la noche.

El lugar tomaba una distinción especial, llamando singularmente la atención, sobre la monotonía aplacada y complacida de aquella barriada.

Por el altoparlante, los tangos rebatían de ritmos y de modulaciones apasionantes, invitando al ardor incontenible de la danza, a ese llamado de la sangre que agita e impulsa a la destreza corporal.

Cuando la respiración es una surgente de ánimos de vitalidad, de energía acopiada durante muchos días de espera, hasta el momento de ser expresada ampliamente allá, en la pista, sin tapujos, a tono con la cadencia encantadora del tango, ese tango tan vivido y tan amado como la propia vida.
Los Di Giorgio no cabían en su júbilo.
Sin haberla buscado, la suerte los introducía en una expectativa tan insólita y llena de sorpresas espléndidas, imposible de suponerlo en circunstancia más afortunada.

El padre Di Giorgio abundaba en promesas y en cumplimientos hacia el "organizador" responsable, el cual demostraba sus cualidades de nuevo capitalista, confiado, generoso y poseedor del secreto del triunfo.

La madre Di Giorgio plena de gratitud y atenciones de todo tipo.
Los hijos Di Giorgio, siete lumbreras de imaginación, con los ojos desorbitados puestos en las estupendas bebidas, en la suculenta cantidad de comida, que superaba todos los deseos de novedades gustativas, de frente a las cosas más apetecibles nunca vistas en tal cantidad y tan cerca del alcance más increíble que se podía suponer.

Los Di Giorgio hartos de sorpresas.

Esta enorme riqueza de cuanto insólitamente había llegado al interior, siempre antes desprovisto, de su misma casa, venció todos los deseos contenidos y todas las privaciones vacilantes de aquellos apetitos acostumbrados a esperar y no tener.

Ante ese cuadro de abundancia, se veía algo jamás conocido por esos paladares hechos a puchero, mate cocido, y cuanto la pobreza podía distribuir generosa.

El hecho, nunca esperado y ya consumado, se conoció cuando era tarde para cualquier recurso de salvación, cuya posibilidad no había sido calculada por la mente previsora del "organizador".

El patio urdido de murmullos de la concurrencia.
La música febril, parecía no llegar a satisfacer del todo el ansia de danzar para enjoyar la vida de bellezas.

Para el servicio de la bebida cordial, la picada sabrosa, o un chorizo humeante en medio de un pan, estaba la cantina, que era el lugar clave y principal para la ganancia.

Y se poblaba ya de un modo casi alarmante de clientes solicitando ser satisfechos.
El "hábil organizador" era el único responsable y encargado de atender el mostrador y la caja.

Como un detalle circunstancial que luego se hizo notar, los Di Giorgio extrañamente se habían ausentado.

Esa ausencia inesperada perturbó al "organizador", que empezaba a estar excesivamente atareado, y para su intranquilidad, no recibía la ayuda esperada y convenida de los dueños de casa.


Durante la tarde se había preparado un enorme fontón que contenía en agua, muchas ristras de decenas de chorizos listos para llevar a la parrilla con las brasas humeantes y prontas para broncear aquellas delicias embutidas, puestas en medio de un pan apetitoso para ser atrapado entre las manos.

El público esperaba, deseoso de reponer las fuerzas derrochadas en la danza, y compartir un bocado con un buen brindis en ocasión tan felicitada.

  ¡¡¡ Cuál no fue la sorpresa ...!!!

¡ Al tantear el agua blanquecina del recipiente no se encontró ni un solo chorizo ...!
¡ Ni uno solo...!, de alrededor de doscientos que se habían comprado ...!

Inmediatamente se descubre que más de la mitad de las bebidas reservadas se habían "evaporado".

 ... Los Di Giorgio  :  desaparecidos ...!

El "hábil organizador" " amargado, murmurando y recorriendo cuanto rincón había en la casa, sin poder dar comienzo real a su magistral proyecto.

El baile se introdujo poco a poco en el disimulo de una simpatía más o menos bien fingida. 

Siguió la música, la que ahora podía servir para sosegar un poco a los requerimientos de la concurrencia, no siendo todavía muy notoria la situación tan desprovista.

Al fin..... bueno... no quedaba más que la poco convincente resignación, con argumentos como : "lo propio de aquí es la modestia de la atención... Y... aunque no hay mucho para comer y tomar, lo "lindo" es poder bailar, divertirse y pasar... "un momento agradable"...  (¡¿ ... ?!)

Mientras tanto, unos estómagos jóvenes y vigorosos, gozaban de una digestión jamás soñada.

Unos labios de "organizador hábil" se mordían hasta dejar la dentera marcada... de indignación rabiosa por tan desvanecida oportunidad de triunfo.





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VII



FUE EN CARNAVALES


Curiosamente, casi todas las fases de aquel día habían sido desapacibles.
Variables sugestivas por su inestabilidad, en la turbulencia del clima que imponía su presagio tempestuoso; y hasta las personas parecían desconocerse a sí mismas, como inmersas en un sentimiento de vaguedad desorientada.

El día estaba entrecruzado por un sentimiento que no llegaba a descifrarse.

El cielo amenazante de lluvia, arrastraba, en una travesía portentosa, nubarrones de inusual corriente, dibujando en las alturas inmensuradas, vestigios de lo inexplicable.

Era el tiempo de carnaval.

Preparativos e inquietudes de diversa índole.
Los ánimos obligándose a enardecer de apetitos inexcusables, o las voluntades exacerbadas de impulsos sin freno en la vida trabada por el delirio de lo corporal.

Tal vez por desbocamiento de ese signo visceral, el fervor de las apetencias ya no se sujetan, y se puede llegar hasta la ofensa, en el colmo de herir lo más íntimo.

Como si en un inusitado abandono, por flaccidez morbosa se exponen inútilmente las vergüenzas despechadas, con una desfachatez escondida en una timidez cobarde, que desatada no puede contenerse.

Los extraños días de aquellos carnavales.

Sobrepuesto, el anochecer, como un manto cubriendo las industrias desdoradas del día.

La lluvia había coartado el programa perfectamente organizado del baile del barrio, donde se podía pasar el momento de celebración "carnavalesca", más bien de modesta distracción, sin tener que alejarse demasiado del propio ambiente.

Allí, habían quedado solo unos pocos, que el gusto y la intimidad de la reunión congregaban.

El grueso del poblado iba detrás de aquella procesión de la procacidad, aminorada en la burla del despecho casero, en la ironía de la enemistad que se sigue conviviendo.

Aquellos que indefectiblemente van a cruzarse por la calle, y se imponen entre sí una especie de sarcasmo despectivo, más fruto del hartazgo de tener que verse cotidianamente.  Siendo, como siempre, pocos los que profesan una sana amistad.
El corso burlesco del carnaval, reflejo de la propia vida, quiere mostrar lo que cobardemente el prejuicio malintencionado oculta ordinariamente.

De pronto, hasta aquel patio de barrio, cita de la danza comunitaria, aún siendo noche temprana, viene un muchacho con la noticia trágica.

Había ocurrido cerca de allí, a unas cuadras, ya casi llegando a las quintas.

Las casas de los alrededores estaban a oscuras e inhabitadas por las salidas de correspondían al día de carnaval.

El joven pasaba por allí.
Escuchó tres disparos de revolver en el silencio natural de la noche, apenas enturbiado por las lejanas voces de música y gentío de tanto en tanto notorio, y ondulado por la brisa nocturna, que sucedía en el centro del pueblo.

En la casa semioscura, aquel muchacho, había descubierto en una habitación interna, la luz de una vela, y a fuerza de curiosidad entró por el patio externo, acercándose a la puerta.

El temor, creciente, le colmó el ánimo, y el coraje ya no le resistió al oír desde adentro dos quejidos de voz humana, con tonos agonizantes y de diferente proveniencia.

Un temblor erizante lo impulsó a huir.
Así, escapando, resolvió pedir ayuda.

Con agitación y desasosiego llegó hasta los que estaban reunidos en el patio desolado de aquel baile de las afueras, con visos de verse malogrado por lo exiguo de la concurrencia. Los pocos asistentes estaban ya abandonados a las horas sin expectativa.

Después de oír el relato patético y de voz entrecortada de aquel joven, quien a duras penas había tenido valentía para llegar hasta aquel lugar, el mismo pánico cundió en los oyentes.

Por la sola impresión transmitida, nadie podía darse valor para ir a ver lo sucedido, lo que todavía no podía dilucidarse.

La animosidad de la noche por sí misma, tiros de revolver, quejidos, e imagen de sangre, agonía y muerte tras el velo de oscuridad silenciosa, los había alelado.

Uno de ellos reacciona.
Estaba dispuesto a ir para ver, pero a condición que alguien lo acompañara.

Dándose ambos valentía entre sí, salen, después de haber conseguido una botas para el barro y con un farol de querosén encendido en mano.

Los pocos lugares del barrio que hubiesen estado iluminados con corriente eléctrica ahora permanecían a oscuras a causa de la tormenta.

Cuando hasta allí, la hora de la medianoche parecía haber sosegado ese extraño enigma que el día había acarreado, y unas estrellas límpidas en la noche sin luna azulaban el negro del cielo, viene a ocurrir algo, que tiene visos de un desquite de rara injusticia, enseñoreada de justiciera.

El espanto del momento traía explicaciones de consecuencias presentidas, y surgían :
 " Yo me lo palpitaba" ... "No podía pasar mucho sin llegarlo a saber"...; y otras confidencias de tenor proféticas pero ya tardías.

De regreso, los enviados relatan lo visto, con un horror todavía más estupefacto por aquel "cuadro trágico".

A un lado de la habitación el padre, muerto de un balazo en el cráneo.

A otro costado, una niña de tres y un niño de cinco años, agonizantes y palpitando, ambos con un tiro cada uno en las sienes.

El instante marcaba la doliente inmovilidad de la fatalidad, de cuanto ya nada podía volver atrás. En el punto cavilante de esa languidez que produce la muerte trágica e insalvable, alguien, con una voz resonante de angustia preguntó :

   .- " ¡ Y ella ... ¿ dónde está ella ... ? "

Otro dijo  : 
   .- " ...¡ En la caravana del carnaval ...!"

Un tercero concluyó :

   .- ¡ Entonces ... él los vio juntos y cometió esta locura!
         ¡¡  Pronto... la ambulancia ... !!! "
Quedaron para siempre, dos testigos incontrovertibles de aquel desgraciado infortunio, como una perpetua agonía, que recuerda el desenfreno de la vida que se anuda con la venganza.

La niña sobrevivió con la mente tocada por un desvío tenue pero insalvable.

El niño, ciego para siempre.

Ella cargando la culpa insoslayable de un persecutorio recuerdo en los hijos.

El vocerío lejano de un carnaval venido a menos, y ráfagas fugaces de una música exacerbada, llegaban desde los festejos, que en el centro de la ciudad, desmadejaban la túrbida caravana de apetitos inútiles.





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VIII



CRUZ TAMBURINI


Venido de Italia dejando hermanos y parientes, llegó a la Argentina pampeana y rural.

Por sus veleidades de cantor y de poeta, siempre sintió con emoción y hondura a estas tierras.

Amó sus ideales de alma criolla.
Y además quiso ser partícipe del sentimiento gauchesco.

A tanto llegaba su amor de adopción que, teniendo un marcado acento italiano, y el obligado apodo de "el gringo" Tamburini, se hizo llamar "Cruz" Tamburini.

Para sus amigos, él era un amigo de lealtad siempre fundada en una confianza certera y perpetua.

Tenía el cuidado de no dejar pasar ninguna ocasión de demostrar la veracidad de su fiel amor a lo criollo.

Formó una familia "a la Argentina", con hijos excepcionales, y por esas tramas de la vida arriesgada e ingenua, expuesta a asechanzas y a contrariedades inesperadas, se apartó de su mujer.
Tamburini se fue de la casa.

Por el afán insoslayable y casi caprichoso de confirmar su adhesión y su adopción argentinista y vernácula, se encuentra con una buena criollita joven.

Hizo de ella el centro de su ideal afectuoso y seguro.

Pero un día, ella siguió el llamado imperioso y lleno de atractivos de la juventud, y lo abandonó.

Cruz Tamburini nunca creyó en su olvido, y siempre la esperó, como esperaba que completase la dicha ese ideal soñado de la segunda patria.
Tamburini a duras penas leía y escribía.
En los momentos de soledad le venían unos versos a los que él entregaba su corazón.

En cierta ocasión se pudo oír, en la voz melodiosa y a la vez, un tipo de voz algo rauca y áspera de Cruz Tamburini, esta canción hecha con un "pedazo" de alma, y con aquella reminiscencia de canto antiguo peninsular :

                     "      Todavía ti toy sperando.
                            La parada que me haciste.
                            Mi 'bandonaste, ti juiste,
                            cabeciando, sí, ¡ sotreta !...

 

                            Y a mi siempre me tuviste,
                            pior qu'una maleta.
                            Del día que vo' ti juiste
                            yo no sé lo que me pasa,
                            que vivo pálido e'triste
                            por el dolor que vo' te fuí.

 

                            No tengo un rato de calma
                            por ser mucha mi dolencia.
                            Yo sé que tuya e' mi alma
                            pero me mata la ausencia.

 

                            La ausencia, qui me parta.
                            Yo nací para quererte,
                            ... yo nací para quererte...
                            como te scribí n'aqueya carta.


                            Ay!... si yo fuse un hilguero
                            estaría al lado tuyo
                            ofreciéndote sincero
                            ah!, mi yanto herudo.  "
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                        ( Un día Tamburini vino a mi casa
                          y cantó su canción frente al
                          micrófono de mi primer grabador
                          de cinta abierta.)


CRUZ TAMBURINI.
Audio rescatado. Grabador de cinta abierta 'Geloso'.





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IX



MAGDALENA, LA FIEL SEGUIDORA


                        (Este relato solía recordarlo,
                         muy sintéticamente el tío
                         Vespaciano, el albañil,
                         en la escena de la palangana)

 

Magdalena era una criolla buena y dueña de una simpatía luminosa, en la alternancia de la vida pueblera.

Para el barrio tenía el valor de ser la depositaria de una confianza comunicativa, es decir, con ella nadie se prevenía, en la sobreentendida convicción de no ser envidiado, ni aventajado en ninguna argucia de los egoísmos que suelen manifestarse en la convivencia de un barrio.

Se podía confiar en ella por su sentido de la discreción y la prudencia.

Su marido, un argentino criado a la usanza de sus padres italianos y a la sencillez criolla, de ideas y de habla despejadas de toda hibridez.

Hecho y derecho, en la precisión de la conducta y en el exigirse una vida de colaboración comunitaria, valorando la fidelidad a la tierra de su nacimiento.

Construyó su casa con ese tipo de sacrificio en el que la pobreza premia con gratitud. Se posee cuanto se quiere y se sigue siendo pobre.

Magdalena, la fiel seguidora, crió a sus hijos con la misma estima con que amó a su marido.

Aunque más tarde vivió muchos años sola con su viudez, ella siguió representando la unidad apreciada de su matrimonio, y la paz bien ganada de su casa.

El marido, Mingo, desde su juventud sintió la música como una fuerza de sentimiento única para el solaz del alma.

No tuvo instrucción musical, ni tampoco pudo develar muchos secretos del sutil arte de la música.

A pesar de todo, Mingo le entregaba a la música un "trozo" de su corazón. Se compra un acordeón de ocho bajos, una "verdulera".
Mingo aprendió a tocar en el patio de su casa.

Metiendo los dedos entre las teclas salía el "chapuceo" de alguna canzoneta (como amparando la memoria inconmovible de sus padres), en la porfía infranqueable de querer ser un tango.
Con su voz áspera solía cantar revelando el secreto de una sensibilidad dulce y emotiva.

Por la bondad de Mingo, por su capacidad para sostener un emprendimiento y solventar el buen trato, hizo arreglos en su casa para instalar un bar, un boliche, en realidad un lugar de encuentro, un lugar para estar y pasar unas horas del día para los hombres del barrio.

Aquello se sostenía por un tiempo  (meses o unos pocos años), hasta que la concurrencia lo elegía por atractivo o lo abandonaba por cambios de rumbo.

En aquel bar se solía presentar el poderoso atractivo, por la noches y muy frecuente, de una gran “tocada” con música en superabundancia.

El acordeón de Mingo, el bandoneón de Miguel, y unos dedos enredándose en las cuerdas de una guitarra cantando alguna canción sureña o un tango por Julio (hermano de Mingo), quien había llevado adelante una postura de cantor casero, de patio o de festejo de entrecasa.

Magdalena, en tanto, administraba todo a su alrededor en función de darle a su marido el ámbito apropiado para esa actividad destacada e inusual de "evocar" versos, canciones y tecleos que daban a entender ritmos y melodías muy estimados.

Magdalena, hecha a la vida fidedigna, amparaba y resguardaba las costumbres de su marido como algo imprescindible para mantener la unidad del hogar.

Por las tardes de verano, él venía exhausto de su trabajo y recurría de inmediato al consuelo invalorable de la música.

La casa estaba construida sobre el lateral izquierdo de un ancho lote sobre la avenida.
Liberado en su lateral derecho se abría un gran patio de tierra, y se instalaba allí algún carruaje, o aquella chatita Ford T que Mingo había podido comprar, con la visión de poseer algo de cuanto el mundo ofrecía como maravilla, y además poder utilizarla para su trabajo.
La alta vereda de tierra, con cuneta y pastizal, frente a la casa, daba a esa avenida polvorienta y ancha.

Siendo un camino de salida del pueblo hacia el campo, hacia Bragado, o "9 de Julio", era muy transitada por vehículos, lugar de paso de mucha gente, y tránsito obligado de casi todo el barrrio, que ya se empezaba a poblar con la promisión de ser un día plena ciudad.

El patio de la casa de Mingo y Magdalena tenía unos pocos pero frondosos árboles.
En algunas tardes de verano límpidas y exquisitas de aromas de follaje, árboles mecidos al viento movedizo de la llanura, y aquel perfume inigualado del olor a tierra salpicada por el riego, con esa atmósfera amarillenta amarronada que envolvía el sol del atardecer, Mingo traía su acordeón, la que, por una orden expresa, solo él podía sacar de su estuche y transportarla.

Se sentaba entre la vereda y su patio abierto a reconstruir en el acordeón, tecleando, aquello que él hacía "su" interpretación musical. Surgían entonces de su voz unas imágenes arcanas de lejana reminiscencia, entonadas en ese patio de tierra.

La voz quebradiza de Mingo, pero de un hondo lirismo de raza ancestral, tenía una entonación que era como un lamento de lares desconocidos. Magdalena había preparado la ya acostumbrada silla con el mate listo para compartir con su marido, y también tenía pronta una palangana, el agua y la siempre cercana escoba, a la mano y al paso en todos los lugares de la casa.

Renacían las antiguas costumbres que, inexplicablemente revivían en los seres, quien sabe desde qué remotas edades del espíritu humano.

Mingo hacía llorar la "verdulera", como evocando a las deidades arcanas de una inspiración casera y pueblera.

Mientras tanto, Magdalena rehogaba los pies de su marido en la palangana con agua, remojándolos y lavándolos con la escoba. En ese trance pasaban largo rato.
Subía entonces, por el límpido cielo de la tarde, aquella soñada melodía, con la mirada del cantor puesta en la altura lejana del infinito.

Y entre el murmullo del atardecer, la escoba despejaba los humores vigorosos de la fatiga de un día, en el bálsamo suave del agua de la palangana.

El espectáculo de intimidad hogareña, apreciado en medio de la vereda y al tránsito de la vecindad familiarizada, pasaba a ser un acto de exhibición doméstica de antigua costumbre de patriarcado ancestral.





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X



"A LO QUE DIOS QUIERA"


(Yo preguntaba a mi madre ¿qué significaba
                  aquello de "el cuadrito que está ahí...")



Muchos días insumieron los preparativos del baile de la Escuela "26".

Era una escuela rural ubicada por entre las primeras quintas, a poco de salir de la ciudad, siguiendo la avenida de salida sur, siempre bastante transitada.

Yendo camino a la Escuela se pasaba delante de la antigua feria de Muro, donde en otra época se seleccionaba ganado de varios tipos para la venta y la faena.

Era una quinta arbolada y constituía un pequeño bosquecito con árboles añosos y altos. Más adelante venían las quintas más distantes de la ciudad, cada una con su casa, sus parcelas sembradas, pastizales, huertas y pequeños corrales.

Ese día del baile de la Escuela "26" llovió por la mañana, pero el cielo ya había escampado y el calor de diciembre hizo orear el camino de tierra, lo que permitió a la gente llegar sin inconvenientes hasta la Escuela.

Habían trabajado febrilmente maestros, padres de alumnos, vecinos y cuantos se acercaron a colaborar con la Escuela.

Se había armado un recinto a modo de "gran salón", tomando el ancho paredón de la medianera del edificio principal de la Escuela, los laterales cerrados con tabiques especiales y como techo, telas de lona resistentes a una posible lluvia.

En el amplio escenario de gruesos tablones y escalinatas de madera y ya con el público ordenándose en sus lugares, se iba acomodando la orquesta.

Poco a poco el murmullo de la concurrencia llegó a ser casi ensordecedor, mientras se ocupaban las mesas, las sillas, las ubicaciones de los que iban llegando, los servicios, idas y venidas, y gentío por donde se mirara.

El escenario con sus preparativos comenzaba a atraer la atención general.

Los instrumentos aprontados, musitando alguna melodía difusa, notas de afinación, entre indicaciones y movimientos de reubicación.
De pronto atacó la orquesta.
Surgió un tango vibrante de impulsos, con un sentido rítmico abrazador y una brillantez tal, que todo se paralizó en función de atender al acto musical subyugante que sucedía arriba del escenario.

Incorporado ya el sonido abarcador de la orquesta como atracción principal, se siguió con el servicio y la atención del público en las mesas.

Allá arriba, la escena hacía surgir una portentosa melodía desde la fila de cinco bandoneones sentados por delante, cuatro violines de pie, por detrás, y a los costados un contrabajo, y el piano, marcando su acompañamiento delineado y coordinador del ritmo general.

Si en grandes ciudades y centros de arte del país el tango seguía manifestándose como en la “gran época”, aquí no era menos, en un baile "de mi flor".
Música y canto hasta altas horas de la madrugada.

Pero la novedad de la noche se produciría inesperada y sorpresivamente con algo fuera de programación.
Cerca del escenario había un niño que importunaba a su madre sin encontrar ella la manera de sosegarlo, porque quería subir a cantar un tango junto a la orquesta.

No era un desatino desubicado esta pretensión, siendo el chico el hijo de quien tocaba como primer bandoneón en la orquesta, sabiéndose entre algunos amigos que su hijo cantaba; pero lo hacía en su casa acompañado por su padre, o a lo sumo algún otro amigo músico de paso por la casa.

Tanta fue la insistencia del chico, que llegó a oídos del padre el insólito requerimiento, más inoportuno ahora estando en medio de la actuación.

La negativa del padre fue en extremo rotunda, tomando ribetes de amenaza grave de no cumplirse su expresa prohibición. Pero el chico no cejaba en su capricho, y seguro de conseguirlo difundía entre otras personas su persistente voluntad.

Otro de los bandoneonistas, el segundo en jerarquía de línea orquestal, sabía de la habilidad del chico, y animó al padre a que aceptase.

La idea era posible dado que, el tango que el chico pretendía cantar, estaba en el repertorio de la orquesta. El padre, sin saber por qué extraña voluntad, aceptó, pero aclarando que él no se hacía responsable por su hijo.
Se refería a si se equivocaba o no sabía seguir los obligados y complejos pasajes de la orquesta, cosa que a todas luces requería ensayos y preparativos.
La insistencia firme del chico venció todos los grados de oposición.
El presentador encontró que, la proposición no solo era bienvenida, sino que podía engalanar la noche llena de riquezas artísticas y convivenciales.
Después de unas palabras de presentación, urgidas por el inminente comienzo, entra la orquesta con la introducción del tango "Amurado".
“A lo que Dios quiera”
Cuál no fue el asombro general al ver a esta "personita' de no más de ochenta centímetros de estatura frente a la orquesta, después de los consecuentes acomodamientos del micrófono.
El niño estaba vestido como una joya. Blusa blanca con una tenue puntilla en el cuello. Moño negro en línea perfecta. Pantalón corto, negro, con la plancha marcando la línea de caída. Zapatos de charol negros, y medias blancas, que dejaban ver sus rodillas, con piernas bien estiradas y rectilíneas.

El pelo rebasando en un jopo que coronaba la amplia frente. La mirada estable y serena de frente al público. La atención segura. La espera de la introducción orquestal y la entrada de su voz cantando no pudo ser más exacta.

         "...Campaneo a mi catrera y la encuentro desolada
          solo tengo de recuerdo el cuadrito que está ahí..."

Su padre, primer bandoneón, allí, al lado, temblando de pavor ante la audacia impensada de su hijo, y por no estar en sus manos la conducción de cuanto sucedía.
Pero la firmeza estable del chico, el goce expectante de los demás y una íntima confianza hacía que el padre se uniese, acoplándose a aquella valentonada, largándose, se diría " a lo que Dios quiera".

La interpretación : inmejorable. El público enardecido de goce y de admiración.
Los músicos llenos de un asombro que los sobrepasaba.

El presentador despide al valiente chico de aquel público, que ahora sería "su" público, durante esa noche y largo tiempo posterior, poderosamente conquistado y cosechando unos increíbles elogios, tan acertados como la "impecable" interpretación realizada. Los aplausos daban su fervoroso beneplácito a aquella sorpresa que coronaba de triunfo a la gloriosa noche del baile de la Escuela "26".

Pero lo más asombroso llega al punto casi de la descreencia, cuando el locutor dice, rematando la exaltación :

  .-  "...Y tiene tan solo...¡ cuatro añitos ...!! "






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XI



RAMIRA, LA MIEDOSA


Ramira tenía muchas hermanas.
Pero a los fines de sosegar sus miedos, Ramira tenía una sola hermana, y eventualmente un hermano.

Esta hermana y este hermano, que lo eran por sangre y estirpe, lo eran mucho más por obligatoriedad de asistencia.

Porque Ramira les requería un forzoso auxilio.
Y el pedido venía siempre tramado en una circunstancia ineludible e imperiosa de modo que obligaba y no se le podía negar atención.

Ramira se había introducido en el miedo por admirar a una persona y justamente, por admirar a la persona de su hermana.

Barrio de la periferia. Calles de tierra. Baldíos.
Espacio de llanura. Casas bajas. Viento. Tierra que vuela.
Lluvia. Barro que cruzar.
Casa de pueblo. Habitaciones hacia la calle avenida.
Fondos con patio de tierra. Bomba de agua a mano. Arboles.
Yuyos invadiendo.
Vidas llenas de anhelos con palpitación de corazones arrebatados por la pasión natural.

Vivían en la casa, con Ramira :
una madre, con un carácter explosivo, que la mayor parte del día daba órdenes a los gritos.
Si bien esta madre no era parte de la admiración de Ramira, encontraba en ella una directiva para seguir.

El hermano, que en principio fue su hermano por ser parte de la familia, y pasado el tiempo lo fue por el recurso del pedido de ayuda.

La mujer de este hermano (la "cuñada"), fue quien por agregarse a la familia nunca se la pudo estimar, no porque no tuviese muchas y buenas cualidades personales, sino por invasora de la "impenetrable casta" que vivía el aire sanguíneo de la casa.

 

Finalmente su hermana, que esta sí, era hermana por todos y cada uno de los órdenes de la fraternidad, de los atributos del parentesco y del amor admirativo.

(Aclaración: en otro tiempo vivía el padre, muerto
         siendo joven Ramira y sin mayor influjo sobre ella,
         ni estando vivo, ni habiendo muerto.)

Ramira vivía asombrándose de su hermana, del coraje a veces rayano en el desparpajo o en la desfachatez.

Y en el grado comparativo opuesto se ubicaba ella con el abismo de su timidez.

Tal vez la vida del semi-campo, tal vez la tosquedad o lo ríspido de las costumbres, o la crianza elemental, o bien, el viento rústico y a veces impetuoso, algo era que hacía a Ramira tímida contenida y a su hermana lanzada de incontinencia.

 

La hermana enfrentaba a la madre con insultos e improperios, cosa que Ramira no se atrevía a hacer, aunque abundaba en protestas.

La hermana tenía la facilidad en el hablar, y hablando alternaba con todo el que se le cruzaba, conocido, desconocido o por querer conocer.

Ramira, de solo pensar en este alternar desenvuelto, pero pensarlo practicándolo en ella, se paralizaba de terror.

En cambio más sencillo era cuando su hermana insultaba a la "cuñada".
Entonces sí, Ramira no se quedaba atrás y se desquitaba de su timidez.

Según la visión de Ramira, la hermana poseía el dominio del mundo, es decir, de aquel mundo de sus vidas, cuyo contenido podía ser : rutina, ocio, fabulaciones, chismes, intrigas de patio, soledad de vida brusca y rudimentaria.

Lo que más conmocionaba a Ramira era que su hermana se atrevía a desear febrilmente a los hombres, y desearlos hasta encaramarse al fin con alguno.

La hermana era el dominio del poder, ese poder que hubiese deseado tener la impotencia de Ramira.

El miedo de Ramira, con el tiempo, se transformó en un arma poderosa.


Su miedo llegó a ser el arma de su deseo.
Cuanto deseaba Ramira debía ser satisfecho para sosegar la invasión de su miedo.

Ramira empezó a encerrarse en sí misma, por miedo.

En su miedo estaba más cómoda, y podía vivir al lado del coraje de su hermana.

Por esas circunstancias fortuitas, Ramira llegó a casarse, y desde entonces se agigantó tanto su miedo que ni siquiera salía de su casa sino haciéndose acompañar y solamente por su hermana.

Tenía miedo de ir al centro de la ciudad. Se le quitaba yendo con su hermana.

Hasta para ir de visita a un lugar medianamente extraño tenía miedo. Solo podía ir con su hermana.

Por miedo, se negaba recibir a personas algo ajenas o desconocidas.

Exigía entonces la presencia de su hermana. De no contar con ella recurría a su hermano, muy raramente sustituido por su "cuñada".

Ramira nunca hubiese podido odiar a su hermana, quien no solo era el escudo de su miedo, sino la representación viva de cuanto ella no podía realizar.

Ramira vivía encerrada y se le acentuaba su fobia más y más.
Tenía miedo a la noche, a las personas extrañas, a tomar una decisión, a resolver algo sobre la vida de los hijos, como ir a su escuela, a hablar con su maestra, a acompañar en algo a su marido.

Todo aquello que era sacarla de su habitual ordinariez le daba temor.

El miedo de Ramira llegó a tal extremo que comenzó a pergeñar un plan que, finalmente, llevó a la práctica.

Comenzó a coartar la acción de su hermana.
Quería defender su miedo tratando de retraer y hasta suprimir aquella libertad de poder de su hermana.

Así, llegó hasta la exageración de no dejarla salir de su casa, porque ella tenía miedo de que se alejase demasiado.

La hermana, quien ya venía fustigando a Ramira con insistentes y severas reprensiones, un día dijo : "¡ BASTA !".

Obligó a Ramira a valerse por sí sola, a que saliese sola, enfrentase al mundo sola, y fuese dueña de sí misma de una vez por todas ...!

Para Ramira esta reacción fue como una agonía trágica y un sufrimiento sin consuelo.

Y aunque quiso recuperar su posición anterior, con llanto, con súplicas, con desdén y cuanto argumento pudo darle la astucia de su miedo, pero no lo consiguió.

Entonces Ramira, en el extremo de su argucia opresora resolvió algo verdaderamente inesperado.

Ramira comenzó a "IMITAR" a su hermana, porque de este modo podía poseerla a su disposición dentro de ella misma.

Impensadamente sobrevino un tiempo con algo de calma.
Fue como un tiempo de gestación.

Cierto día, el propio marido encontró a Ramira encerrada con otro hombre en un baño de las afueras del patio, en situación excesivamente comprometida. Ramira sin ropas. El hombre sin ropas (en la parte más interesada).

Ramira no tuvo más miedo. Ahora tenía llanto.
Pero al fin había alcanzado a su hermana.
Ramira, moderando mucho su llanto, siguió ejercitándose para perder el miedo. No ya en los baños.

 

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  ( Ramira : existió )





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XII



GUIYOTI



Guiyoti había pasado muchos años en el campo, trabajando de boyero, o de peón en los menesteres más diversos, entre tantos que exige la faena campesina.

Pero se había venido al pueblo, tal vez porque la exigencia de la fortaleza física de la vida de campo ya no era para él.

El alcohol en exceso y sin control había minado su salud y su resistencia.

Guiyoti, un menesteroso con rasgos de bondad, y mucha ingenuidad, tenía un singular atractivo para los niños.

Para aquellos chicos había un "algo" de gracioso, burlesco, y lleno de chispeante alegría en aquella incomprendida fonética, que se identificaba con un personaje colmado de simpatía :
GUIYOTI.

Mendigo, que se lo solía calificar como un "croto", y en verdad era un "abandonado", que recorría la pertenencia pueblerina.

Vagabundeaba los barrios de las afueras.
Iba de casa en casa ofreciendo sus servicios de jardinero, para limpiar huertas, lotes baldíos, sembrados caseros y otros quehaceres relacionados con la tierra.

Había llegado a conocer bien esa tierra negra, de puro "humus", fértil, de barro pegajoso con la lluvia, de gruesos colchones de polvo con la seca; y haberla conocido en el trabajo lleno de madrugadas, soles y fatigosas inclemencias.

Guiyoti caminaba las veredas días y días sin encontrar trabajo.

Noches y noches dormía a la intemperie, bajo el manto silencioso de las estrellas, o bajo algún árbol, de los tantos que brindaban su asilo incondicional y su quietud respetuosa.

Cuando encontraba un alma generosa, Guiyoti tenía algo de trabajo, y tal vez alojamiento en algún rincón de la huerta, o bajo un galponcito de chapas, o alguna "choza" improvisada para resguardarse del frío o de la lluvia.


Guiyoti recorría los barrios de las cercanías limpiando galpones, cortando gramilla o punteando lotes de tierra a pala.
También pasaba mucho tiempo de ocio pueblero en bares y almacenes, alternando ese "estarse" de la vida que se va viviendo sola.
Ninguna adversidad contrariaba su natural buen humor.

Estando horas y horas en el almacén de don Fernando, Guiyoti encontraba un lugar amigo donde pasar unos momentos de su vida solitaria.

.- ... A ver ... don Fernando: ¡ cuánto le debo... ?  -irrumpía Guiyoti, afirmando lo dicho con el gesto que amagaba meterse la mano en el bolsillo del pantalón en señal voluntariosa de pagar.

  .-  Treinta y dos centavos   - Responde el almacenero -

Entonces con parsimonia y lentitud, que distendía la expectativa, Guiyoti sacaba la mano de su bolsillo llena de billetes y algunas monedas.

Miraba y miraba, pero no acertaba en determinar cual de los papeles o cual de las monedas correspondería a la suma adeudada.

No conocía el dinero.
Y no queriendo delatar su desconocimiento seguía mirando.

Ante la estudiada observación ya inmovilizada de Guiyoti, don Fernando resolvía el asunto sacando limpiamente un billete de su mano para completar el pago.

  .-  ¡ Dónde ganaste toda esta plata Guiyoti...?

.- ...Terminé de limpiar una quinta por ayá y me dieron todo esto!

  .- ¿Cuánto trabajaste...?

.-...Y... un mes... más o menos...

   .- ¿ Y por un mes de trabajo te pagaron solamente esto...?

.-  Sí.....  -contestó Guiyoti- me dieron unos papeles, pero mire...!!! ... ¡ cuántas monedas...!

Al mismo tiempo hacía oír desde el bolsillo un tintineo de níqueles que reavivaban su entusiasmo.

.- ¡ Pero esto es muy poca paga !!  - replicó don Fernando –

.- ¿ No me diga que no alcanza pa' su cuenta...?

  .- Si, hombre, alcanza y sobra, pero por tantos días de trabajo resulta muy poco...!! ... Si conocieras el dinero no te engañarían...!

.- ...Y... qué se le va a hacer...  - murmuraba Guiyoti, resignado y admirado de esto que para él era una novedad.

   .-  Tomá... tu vuelto... Está todo pago...

Guiyoti guardaba el papelerío de su mínima fortuna.

Después, generalmente se quedaba un rato más, sentado o acodándose sobre el mostrador, como deleitándose por aquel poderío que le significaba el haber podido pagar con algo suyo.

 

La mayoría de las veces podía tomar alguna copita pidiendo a la bondad de algún amigo, y no siempre consiguiéndolo.

Más tarde salía, mirando delante de sus pies, como bordando sobre el piso un zig-zag de planeos de equilibrios.

Caminaba el vino por él.

Frente de almacén de don Fernando



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XIII



LA REALIDAD PALPABLE


Esas rarezas de la bondad elemental del ser humano, que reluce en la simplicidad.

La vida de Guiyoti era como una semilla pequeñita, tan insignificante y pobre, como esas semillas pequeñas que igual un día llegan a ser árbol.

Lo mismo que muchos árboles que crecen en el campo, pasan desapercibidos a los ojos del mundo indiferente.

 

Guiyoti era la muestra de una pequeña dignidad en un alma ingenua, que mostraba su desamparo.

 

Era un desamparado en el aire común a todos, en las calles, los días, las veredas, el pasar de la vida, que siendo común a todos contenía la soledad de Guiyoti, fruto, tal vez, de muchos desencuentros.

Y él, estaba ahí, tirado.
Muy poco se entendía que estaba pidiendo una justa conmiseración.

Cierto día un vecino lo busca a Guiyoti para un trabajo.
Se entabla esta conversación :

.- Guiyoti : te preciso para un trabajo...¿ podés venir a mi casa?

.- ¿ Para qué es...?  - pregunta interesado Guiyoti -

.- Para cavar un pozo que llegue hasta el agua. Supongo que se podrá encontrar el agua a eso de seis o siete metros de profundidad...

.- ...Si no tenés mucho apuro lo hago... -responde Guiyoti, con su voz tosca como un trueno-

.- ¿ Y cuánto me cobrás...?
Aquí Guiyoti entraba en una cavilación.

 


Cada movimiento que lo hacía descansar sobre uno u otro pie, le hacía mayor la duda.
Al fin le sale :

.- ...Y...no sé...¿Cuánto te podría cobrar...? ...

.-¡Ah!...No!...  -terciaba el interlocutor, que ya conocía la indecisión de Guiyoti- ... Decime el precio, sinó, no te doy el trabajo...  Yo quiero dejarlo aclarado ahora...!

 

Entonces Guiyoti reaccionaba aparentando apresuramiento.

 

.- Sí...Sí... Te voy a decir el precio, porque...viste...yo tengo... un precio fijo para todo...y...ahora... te lo digo nomás... ... ... ... ...

Otra vez Guiyoti divagaba sin atinar a definir.

.-¿ Y... cuál es el precio...?

.-Bueno... Mirá... Ché..., te doy dos precios y vos me pagás el que más te conviene : un precio por metro cavado y otro por el pozo entero... Tiene que haber alguna diferencia... ¿ no ?... Entonces... por un metro te cobro  UN PESO, pero eso sí... por el pozo entero  CUARENTA CENTAVOS...

.- ¡ Pero... ¿ qué decís?... ¡ No te conviene !  -contesta el otro, no dándose cuenta que para Guiyoti CUARENTA era más que UNO.

Ahora, Guiyoti, con un tono artificioso de imperiosa resolución, como obligando a la transacción le dice :

.- ¡ AH, NO SE ... YO TE COBRO ASI...

El otro, que era conocido de años, comprende cuál es la resolución que él, por sí mismo debía tomar, y cierra el trato.

- - - - - - - - -
Días después, estando Guiyoti en el almacén de don Fernando, con la lucidez de las primeras luces junto a los primeros vasos, comentaba sin más preámbulo:

.- ¡ Me enojé con el vecino...!!!


.- ¿ Con quién Guiyoti...?  - Pregunta don Fernando.

.- Con el que vive a la vuelta de la esquina. El que le hice el pozo... Resulta que me pagó muy poco... ¡ Mire !!!... me dio esto nada más...!!!

Guiyoti le muestra tres billetes que sumaban un total de SIETE PESOS.

 

.- ¡ Pero Guiyoti...!, aunque es barato, está bien pago igual.

.- NO! NO! NO!... - reacciona Guiyoti -  ... No me dio ninguna moneda...  Esto es poco... muy poco...!

 

.-¡ Pero Guiyoti, con monedas te hubiera pagado la misma cantidad...!

.- Yo no sé... Para mí esto es poco... No hay monedas...!!!

 

.-Ay!, Guiyoti... ¿ porqué no aprendés a conocer la plata ?

.- Y... ¿ para qué ?  - respondía con indiferencia -

.- ¿ No ves que así te pueden engañar fácilmente ?

.-... ¿ Ah, sí...?....¡ Nooo...!  - concluía Guiyoti -.

 

Se quedaba luego, un momento pensativo como queriéndose convencer de la sugerencia.

Mientras tanto en su interior seguía insistiendo aquella rara convicción del valor de lo más consistente.

El peso de la moneda era para él una realidad palpable más firme y segura.

A más peso mayor solvencia.





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XIV



EL BORRACHO IDEALISTA


Muchas veces, desandando las veredas que ya eran muy suyas, Guiyoti llevaba consigo una embriaguez soporífera y delirante.
El camino se le hacía tortuoso, y le era imposible avanzar sin conseguir un apoyo.

De un lado la pared, del otro un árbol.

Ante la curiosidad del espectáculo, los niños formaban una ronda alrededor de Guiyoti.
Con cantos, gritos y burlas ponían en evidencia la borrachera ambulante.

Guiyoti simulaba un enojo, con alguna interjección que más era un gruñido.
De pronto increpaba a los niños vociferando fuertemente con su inestable vozarrón:

  .- ¡ CHICOS ..... NO ME MUEVAN LA VEREDA...!!!

Y los niños estallando en una risotada resonante repetían :

  .-  ¡ Guiyoti ... NO ME MUEVAS LA VEREDA ... !!!

Guiyoti no conseguía contener la risa.
La situación ya complicada no le permitía seguir adelante, entonces se afirmaba contra un árbol dispuesto a espetar alguna proposición de orden y aquietamiento.

Ahora, enfrentando la circunstancia, Guiyoti creaba una expectativa que hacía paralizar a los niños, y se esperaba una insólita consecuencia.

Guiyoti llamaba a uno de los chicos, lo que despertaba un especial interés, y le regalaba muchas de sus preciadas monedas, recomendando con insistencia que debía comprar caramelos, para él y para sus compañeros.

La mano de Guiyoti quedaba balanceando el peso del metal, en la sensación de palpar la riqueza.

Hacía oír luego, una risa ronca, engolada y de un pausado golpe rítmico, como un trueno roncador. Y se regocijaba en el goce del niño feliz.


Seguía el camino, tanto como su fuerza y su equilibrio desvanecido se lo permitían hasta llegar a su destino. (No siempre un paradero fijo).
Al quedar a solar, seguía con la parodia del encontronazo con los niños, o discutiendo y agregando palabras a algún entredicho cruzado anteriormente con algún vecino.

Hablar mientras estaba solo, era uno de los hábitos de Guiyoti.

En esos momentos era imposible descifrar el sentido de las palabras, y prorrumpía en exclamaciones o reprimendas a seres imaginarios; hasta increpaba a los objetos que lo rodeaban, con palabrejas que subían de tono hasta explotar en una severidad de extrema intensidad.

Poseído de una violencia solitaria, castigaba a los objetos golpeándolos, o tirándolos al piso.

Ya vencido por el sueño, dormía un largamente sobre su catre, o sobre el suelo.

Al despertar reacomodaba prolijamente sus enseres desaliñados, sus cuatro trastos, que durante la borrachera había arrojado y a veces roto con violencia y arrebato iracundo.

Aseado y peinado con puntual esmero, salía a caminar por esas veredas, que transitaba silenciosamente. Una cierta solemnidad lo invadía íntegramente.

Al primer encuentro con alguien conseguía retomar su carácter bondadoso, sereno, y de pocas palabras. Siempre afable en la compañía fiel y con la amistad leal.

Guiyoti era muy dispuesto para ayudar a un amigo, aunque era objeto de muchos engaños, pero eso no cambiaba su predisposición de alma.

En el momento de compartir la amistad era de una inteligencia de elemental cordura.

Le molestaba el menoscabo de la burla, cuando ya se había hecho un estereotipo de su imagen de menesteroso y de sus "dichos", tomados a risa.

Cierto día no pudo caminar más.
Quedó postrado en una cama del Hospital.
La asistencia pública no se hizo cargo más que de su última agonía, y del trámite de su muerte.


Acompañaban su entierro solo tres personas que lo habían estimado de verdad.
El silencio se lo llevó por los campos de la infinitud.

Su casi único amigo fiel, fue a registrar la defunción.
Tuvo el documento de identificación de Guiyoti en su mano.

 

Luego se supo cuál era el verdadero apellido de Guiyoti.

Italiano de nacimiento (cosa que su lenguaje no delataba, habiendo adquirido una manera tosca y ruda de hablar). Inmigrado a la Argentina desde joven.

Su apellido :  CHISCIOTTE... La fonética lugareña lo había reubicado en GUIYOTI.

Asimilado a la vida criolla se había hecho un hombre de campo, pampeano, de llanura.

Tal vez sin habérselo propuesto había sido un "Quijote" (como reza su apellido), sin "Mancha", pero con calles de pueblo amado y propio.

Su "Dulcinea", un sueño nunca alcanzado.
Su caballería andante, la ensoñación del pobre que en su severa soledad irradiaba una valiente ternura.

Guiyoti tuvo el raro signo de un idealismo a la pura naturaleza elemental.

Su ideal, personificar la libertad del alma que transita la rústica obediencia de vivir.

Esa vida que es dueña de la bondad, y por bondad deja que la existencia exista.





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XV



EL FINAL DE DOÑA ROSA


¿ Hay algún ser en este mundo que pueda conocer el desenlace final de su propia vida ?... No lo hay...

Sin embargo para doña Rosa, el final de la vida le fue tan extraordinariamente preparado, que de haber sabido ver, se hubiese visto, no solo su final, sino también el porqué de su tardanza, o más bien, el sentido de su largura.

 

A doña Rosa el final de su vida la tenía, en verdad sin cuidado.
Mejor dicho, ella lo tenía al descuido.

Ese final de su vida llegó bien entrados los noventa y un años.

Pero la preparación de aquel final comenzó en ocasión de cumplir sus ochenta años, es decir once años antes.

Se celebraron los ochenta años de doña rosa.
Se reunieron a su alrededor nueve de sus once hijos (dos habían muerto).

Cada uno fue con su familia a la rastra, de manera que aquello fue un gentío de parentelas, con toda especie de rarezas humanas, y la misma sangre en su más heterogénea variante.

Se hicieron fotografías recordatorias y el festejo fue magnífico.

El parentesco familiar era tan numeroso que algunos se vieron allí por primera vez, ya sea por vivir muy lejos entre sí, o por indiferencia de incomunicación, como el caso de algunos primos segundos, primos nietos de estratos difíciles de calcular, bisnietos desconocidos, o tataranietos que se los conocía allí por vez primera.

En medio de la felicidad de los encuentros reflotaba una situación muy subyacente en la mente y las conciencias de muchos, que esta sería la despedida final para esta "madre", ejecutora de un constante destrato hacia sus hijos.

La madre, que si bien había criado a los hijos con un esfuerzo casi sobrehumano, siempre había sido una crítica implacable contra ellos.


En algo molestaba que ahora, impensadamente, ella reuniese una multitud solo en su honor, cuando desde hacía largo tiempo casi todos la tenían olvidada en el malhumor de los desencuentros.

Ella misma era la primera escéptica en no creer posible tal reunión. Pero allí estaban, en el impulso festivo que los sobrellevaba. La ocasión que los reunía sirvió para que se levantaran ciertas voces de alarma.

Doña Rosa, teniendo tantos hijos vivía (con el "santo varón" que la soportaba, en segundas "nupcias" de entrecasa) en una vivienda tan precaria, pobre, pequeña, miserable y rodeada de caserío miserable, que hacía imposible poder cumplir con la visita obligada.

"Ahí, no se podía entrar, entre gente tan desquiciada de miseria, descuido y pobreza ruinosa".

Resueltamente, casi nadie se llegaba hasta aquella pobreza deleznable en la que vivía inmersa doña Rosa.

Dos "cuartuchos" minúsculos alquilados. Piso de tierra. Techo bajo. Cocina de leña. Bomba de agua de mano, con un tacho que recibía el chorro, ubicados en el mínimo patio. Más allá, letrina. Ropero. Cama. Tres sillas con asiento de totora desflecadas, y una mesa pequeña.

En realidad doña Rosa se había confinado voluntariamente en aquel lugar inaccesible, después de las muchas peleas con sus hijos, con quienes se había insultado a gritos, aún desde la calle.

Ella, en su sentido de autonomía no había querido depender en nada de ellos. Menos aún, en que, recibiendo dinero tuviese que sometérseles.

Tuvo que abandonar la casa que compartía con un hijo y su familia, porque no se admitía que se la molestase trayendo un "hombre" a esa casa compartida.

Según se decía, con esta actitud, ella había lastimado la "ardorosa honestidad" de algunas de las hijas, que no admitían, a solo doce años de la muerte de "papá", que ella debiera "irse", con "otro hombre...!"  ( Cuando estas mismas hijas habían hecho de su vida un laberinto de amoríos, lleno de callejones difusos.)

Ese "otro hombre" era don Watter (Vater), un portento de paciencia, de nacimiento alemán y de enamoramiento sublime argentino, criollo y tanguero.

Pintor de pincel fino, de paisajes de sus recuerdos germánicos y de gauchos pampeanos.

Naturalmente sereno, de hablar pausado, más bien lento, pero exacto de inteligencia, con el supremo sentido de la cortesía.

 

Con solo unas copas de más su rostro enrojecía y su carácter se exaltaba de júbilo y alegría.
Le surgía entonces el cantor entusiasta que llevaba en el alma, situación que lo tenía suspenso en un acto representativo de cantos y celebraciones hasta altas horas, sentado en la cocina y derrochando toda la energía acumulada.

Luego volvía a su habitual parsimonia.

Así es que, salvando muchas diferencias se realizó la fiesta de los ochenta años, porque de haberse negado se ponía en evidencia el ingrato desdén de muchos.

Todo se preparó en casa de uno de los hijos varones; la antigua casa de la familia, a la que doña Rosa no quería volver.

Que la madre viviese en aquel lugar de descuido ponía al desnudo la desconsideración y el abandono de esos hijos hacia su madre.

Se tuvo que actuar, sin más alternativa.
Se recabaron opiniones y se encabezó un movimiento de reparación de la falta, pidiendo ayuda y asilo para doña Rosa.
Todo sucedido ese mismo día.

Entonces surgieron las consecuentes excusas.

Los que vivían lejos estaban impedidos de actuar por la distancia excesiva.

De los demás : una, no tenía lugar en su casa. La otra era muy nerviosa y no resistiría.
Otra era muy inestable y débil y no podría sostener el carácter irascible de la madre.

Otra (que tenía una casa oportunamente deshabitada) se negó porque las costumbres de cocinar con leña y de aseo deficientes de su madre, le arruinarían su "propiedad".


Finalmente uno de los hijos varones construyó especialmente, en los fondos de la casa, la antigua casa familiar, dos cuartos exclusivos para doña Rosa y su acompañante.

En esa vieja casa doña Rosa había pasado los últimos 30 años con su familia.
Ahora vivía allí este hijo, y ella se había ido para 'rehacer' su vida junto a Watter y se negaba a compartir nada.

Para el hijo, el haberse hecho cargo de ambos padres en toda circunstancia, y en cierto modo del "desastre" familiar, le daba un derecho sobre aquella casa.

Así fue que hecho un lugar especial, doña Rosa asintió al fin, y se mudó y vivió allí hasta el día de su final.

Los años transcurridos en adelante parecieron demostrarle a doña Rosa su innegable razón para descreer, ante la mezquina impiedad de sus hijos.

Ella los había criado con el esfuerzo de sus propias manos, en una quinta, con animales, sembrando una grandísima huerta a pala, azada, siembra y cosecha a pulso, prácticamente sola.

El marido, padre de sus hijos, había hecho desde joven y recién venido de Italia, una pequeña fortuna como propietario de una parcela de campo, la que se fue dilapidando en gustos y deleites, y la mayor parte en regalar casas a los hijos y a los yernos, hasta reducirse a una quinta, luego a una casa, y luego a nada.

Esos años finales pusieron al descubierto las rencillas y el desamor entre algunos hermanos.
Demostraron la ingratitud de los hijos, quienes por meses o años no veían a su madre.

Al fin nadie ayudó a reponer la nueva situación de doña Rosa, sino solo ese hijo que la alojó en la casa.

Durante esos años del final se ponen a descubierto y se aclaran muchas injusticias perpetradas contra la madre.

Y aún hasta después del final, porque, aquella casa que una hija no quiso prestar a su madre, terminó mal vendida, nunca cobrada, viviendo un abandonado, bebedor y descuidado individuo, que hizo de la casa una lastimosa ruina completamente perdida.


Pero la vida le regalaba a doña Rosa la tranquilidad de esos últimos y hermosos años, y la maravilla de un final sereno y lleno de bendiciones.

Cierto día sintió decaer sus fuerzas. Se desvanecía.

El médico dijo : ".- No tiene nada. Solo : está vieja. Hay que esperar el desenlace".

Estuvo tres días en cama entredormida pacíficamente.
El último día reaccionó, llamó a su compañero, el "viejo" Watter, lo abrazó, lo besó, lo acarició, luego se recostó nuevamente, y al cabo de media hora, en brazos de su nuera, doña Rosa expiró.

Entonces sí, vino el pavoroso escándalo de "mamita que se nos fue", como el macabro festejo de lágrimas, y de al menos una batalla con algo a favor.

Pero doña Rosa, con gran estilo y con la fuerza justiciera que la vida le había concedido, ya estaba lejos de aquella maltrecha miseria insensible de sus hijos.

 

La vida había realizado en ella un acto de inteligencia imposible de organizar por los propios actores.

Doña Rosa no sabía ni leer ni escribir.
Cuando no pudo más contener el pulso cambió su firma de una "cruz" por la impresión directa del pulgar.

La vida había preparado su final con una mano supersabia de tejedora magistral, y sin haber quedado un solo hilo sin anudar.

Las malicias al desnudo, y las gratitudes en paz.





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XVI



LA DESESPERANZA DE INÉS


El recién nacido gozaba de una salud admirable.

Durante el primer mes de vida el niño recibió leche del pecho de su madre, posteriormente las glándulas de ella se retrajeron.

Lo poco que producían no alimentaba al niño, o le transmitían la inquietud de un estado de ánimo angustioso de la madre.

El médico indicó para la alimentación del niño, probar gradualmente con leche de vaca en varias maneras de preparación, cuyas combinaciones no daban el resultado esperado.

Entre dificultades de diversa magnitud transcurrieron dos meses.
Desde allí comienza la verdadera situación crítica.
Aparece en el niño el estado febril muy difícil de poder amenguar.
Un llanto constante y potente indicaba una continuidad de dolor.

Tantos días se prolongó este estado, en medio de decenas de pruebas alimentarias, que consiguió sumir a su madre, en una inquietud llena de desasosiego.

La consulta médica renovaba indicaciones.
Pero las fuerzas del niño seguían decreciendo.
En determinado momento sobrevienen convulsiones violentas.
El niño paulatinamente pierde el color rozagante, invadiendo una palidez.

El médico, según su criterio y sus verificaciones, no alcanzaba a establecer un diagnóstico preciso.

En la escalada descendente sobrevino al niño un decaimiento anímico, con ahogos.

La pérdida de fuerzas lo sumía en un laxo abandono y un desequilibrio de semillanto, silencio y sofocación.

El médico no acertaba en establecer un diagnóstico verosímil, aún después de consultar a otros colegas.
Se había llegado al límite de la resistencia, con vómitos extenuantes.


Por el estado orgánico y sintomático irreversibles, el médico ve la inminencia del desenlace mortal.

En ese último minuto, por así decir, el médico, tal vez sin comprender un porqué, le vino una idea que inmediatamente la expresó, posiblemente para dar algo de consuelo a los padres del niño, ya desbordados de angustia.

   .-  ¿ El nene está bautizado ...?  -pregunta-

.- No, doctor  -responde la madre- pensábamos bautizarlo al cumplir el año de vida.

   .- ¡ Bien !  -apresura el médico-  si es que quieren, deben ir pronto a bautizarlo ... quedan solo horas de vida... !

A Inés se le confirmó la desesperanza de muerte en la que ya estaba sumergida, junto a su ánimo agotado y a una angustia agobiante, viendo la agonía pálida y laxa de su hijo, sin color y en la antesala de la muerte.

Se aprovechó la cercanía de la Parroquia San Isidro Labrador, justo enfrente de la clínica. Con prontitud vinieron unos parientes a auxiliar cumpliendo con el padrinazgo de urgencia.

El niño recibe el óleo y el agua del Sacramento bautismal.
El padre de Inés, que se había llegado para acompañar, al salir de la iglesia propone :

   .-  M'hija ... yo te voy a llevar el nene a una "señora" que conozco ... es muy buena...

Así se hizo.
Anteriormente se había consultado, pero solo esta vez, la cura de palabra pareció dar un resultado.

Al salir de la iglesia con el bautismo cumplido, era el atardecer. A la mañana siguiente, Inés vio renacer en su alma un poco de esperanza. El rostro de su hijo denotaba una tenue sonrisa y atisbos de una mejoría. El hilo de la vida retomaba su continuidad.

Por la bondad de unas sencillas palabras y la bendición simple del agua, la mecha humeante que es la vida de un ser, no se apagó.
Quien escribe lo atestigua con el día, que aún hoy, va cumpliendo esa vida.





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XVII



LA INSPIRACIÓN DE DON ANTONIO

(la fe inquebrantable)

                         ( El día de la muerte del abuelo
                           yo, en mi cuarto, toqué
                           largamente mi bandoneón.)

 

Don Antonio había tenido desde joven una inspiración que lo acompañó toda su vida.

Por lo íntima y profunda, esta inspiración podría resumirse en estas dos palabras :  AMAR  MUCHO.

Al casarse, por amor, con Carmen, aquel sentimiento de don Antonio, ya compartido, se definió en : AMAR MUCHO A LOS HIJOS.

Como Carmen lo amaba mucho a él, le dio, pues, muchos hijos.
Porque Antonio se tenía fe de internarse en la vida y de entrometerse en sus misterios, él ya había empezado a desenmadejar ese misterio.

En la buena de Carmen había un alma grandísima que no cabía en su pequeño cuerpo.

La salud le resistió para darle a "su" Antonio el profuso alumbramiento de doce hijos.
Enseguida sus fuerzas cedieron. Murió al cuerpo y se entregó toda al trabajo del alma para con los suyos.

Esto fue cierto, porque en adelante y durante la vida de sus hijos, la memoria de Carmen, su madre, fue siempre una imagen vigilante y conductora, por entrega de amor hacia "su" Antonio.

Las hijas mayores asistían y secundaban a su padre viudo, continuando la vida y la crianza, como una colaboración a la misión de Carmen.

Así como ella hubiese querido estar al lado de su Antonio, lo dejaba junto a sus 9 hijas mujeres y 3 hijos varones, que servirían, todos, a sostener la unidad familiar.
( A su muerte, Carmen dejaba hijos pequeños, la menor : 3 meses de vida).

Antonio Aluisi se había hecho campesino y chacarero desde siempre y organizó su vida asentándose en el campo, aunque nunca fue propietario.

Arrendaba parcelas de terreno para sembrar cereales, huerta y criar animales.
No siempre se sabe que el trabajo del campo comprende una enorme diversidad de ocupaciones, que insumen mucho tiempo y un dedicado esfuerzo.

Suele decirse : "nunca alcanza el tiempo", y "siempre hay algo por hacer".

En el campo, no solo existe la actividad productiva (sembrados o animales), sino, además, la manutención de la vida se genera allí mismo, es decir, se realiza la obligada huerta, la cría de animales con diversos fines domésticos y de alimentación, los cuales deben ser atendidos, con raciones, agua, y tantos otros requerimientos.

Se hace necesario conocer la conductas de los animales, del clima, de la tierra, y cuanto conforma la realidad campesina. Por eso a la labor del campo se la siente, se la ama, y existiendo la predisposición del gusto, se la obedece en sus leyes naturales. A esa labor del campo no se la puede objetar ni cambiar, entonces se la debe servir.

En los tiempos de espera de crecimiento del cereal don Antonio hacía trabajos fuera de lo suyo, contratado por otros campesinos, y aprovechando toda oportunidad que surgiese para acrecentar sus recursos, dada la multitud de obligaciones que debía afrontar.

Los hijos eran colaboradores de la misión de don Antonio. Los mayores debían salir a trabajar afuera después de ayudar en lo propio. Lo demás, hasta los más pequeños, se ocupaban de atender a los animales, la huerta y el cuidado de la casa.

Nadie falló en serle fiel a don Antonio y a su riguroso mandato de llevar a buen término la difícil misión que la vida le encomendaba.

Pasaron largos años de trabajo de campo con las más variadas y extrañas vicisitudes, propias de la lucha propuesta. Don Antonio poseía un carácter severo y exigente, a la vez sereno y de una íntima ternura, que daba a su sentido de la rectitud, la confianza del cariño sincero.

Las reprensiones hacia sus hijos parecían tal vez, algo rudas y excesivas por lo inflexible de sus directivas, pero tenían siempre un rasgo indiscutido de veracidad.
Su amor lo justificaba todo, por así decir.

Pasado el tiempo más riguroso y con los hijos ya grandes, la mayoría con sus propias familias, don Antonio dejó el campo. Compró una casa en el pueblo.

Desde allí continuaba el seguimiento de esas vidas, que eran hondamente suyas, con una pertenencia amorosísima y absoluta.

Muchas circunstancias de las vidas de esos hijos pasaban por el tamiz del consejo rector de don Antonio.
Don Antonio se sabía con esa autoridad, conferida por el amor valiente que había profesado.

Cuando sucedía que ciertas circunstancias difíciles podían no serle confiadas a él, lo mismo sus hijos seguían teniendo en don Antonio una medida de la rectitud, una guía.

Ellos podían estar desorientados, pero don Antonio respecto de sus hijos, estaba siempre firme. Se sentían amados desde lo entrañable de la existencia. Y siempre volvían a él.

Pasado el tiempo y en la distensión de esta "obra" ya con un rumbo con menos peripecias, don Antonio quiso contrapesar y resarcir su valerosa soledad de tantos años, y se "aparejó" con una criolla "buenaza".

Una morocha obediente, de un corazón ingenuo y una mansedumbre que bien se merecía el bueno y recto de don Antonio. Su sentido de la vida no había cambiado, seguía amando mucho, pero esta vez don Antonio se contuvo y no reincidió en aquella valiente "quijotada'.

En esta ocasión tuvo solamente un hijo. Este fue el hijo de la vida conquistada.
Fue el hijo del triunfo ganado. Don Antonio, también amó mucho a este hijo, que para él no era como los demás.

Aquellos habían sido los hijos de la vida sacrificada. Este era el hijo de la vida feliz, de la misión cumplida.

Ese hijo llegaba a la vida de don Antonio como un premio de amor, en cuya abundancia la vida le fue siempre pródiga.

Cierto día, con ese misterio atrayente de lo inesperado, la vida le anunció a don Antonio que la meta había sido alcanzada, y debía retirarse de este mundo.
Se le declaró una enfermedad incurable.
Él obedece a todos los mandatos de médicos, de idas y venidas, consuelos y desconsuelos clínicos. Pero íntimamente él sabía que todo había terminado.

Debió internarse para una intervención quirúrgica.
Al salir de la casa hacia el hospital, un breve y sugestivo saludo con su mano desde el automóvil, preanunciaba el último adiós.

Él y sus hijos comprendieron : había llegado el fin.

Después de la operación, la cama del hospital fue su lecho de muerte.
Ese último día don Antonio había dicho:

  .- "Ah!... si todos mis hijos están aquí... no quiere decir nada bueno...!"

Se refería a la cercanía de la muerte.

Luego él mismo, estando en agonía en esa cama de hospital, mandó a que viniesen a su lado los hijos, pero a expreso pedido suyo, que lo hicieran uno a uno y a solas, como una intimidad de amor sublime.

No fue más que un acto de despedida confirmando aquella providente inspiración de su juventud : AMAR  MUCHO.

Esa fe inquebrantable de don Antonio se merece la cita sagrada que reza :
                   " Mucho  te  será  perdonado
                      porque mucho has amado. "

("Remittuntur ei peccata multa,
quoniem  dilexit  multum ". )

(Lc.7-47)




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Fin de “SUCEDIDOS DEL PAGO”
Cuentos puebleros de la llanura pobre
Rodolfo Daluisio (1992)